lunes, 2 de septiembre de 2013

LOS SINIESTROS NIÑOS COPLEROS.



Sostiene Narciso Ibáñez Serrador en una famosa entrevista que nada provoca más miedo que un niño e ilustra su opinión haciendo que nos imaginemos una escena. Figúrese que está andando por un prado florido y que, entre las margaritas que alfombran el terreno, encuentra a un niño de pocos días de vida tumbado boca arriba y mirándolo a usted fijamente a los ojos.

Cuando se acerca a recoger al niño, éste le sonríe maliciosamente mostrando una radiante dentadura, una hilera de dientes blancos y perfectos. Cuando leí la entrevista pensé que quizá H.P. Lovecraft hubiera añadido más detalles siniestros a la historia, como unos penetrantes ojos amarillentos y una risa siniestra que helara la sangre. También imaginé que si Lovecraft viviera en nuestros días y se hubiera dedicado a ver algún programa de la Televisión local andaluza o Canal Sur TV, tendría un filón para sus relatos de terror cósmico con los niños que cantan coplas. 


 Ciertamente parece que una fuerza atávica y misteriosa que hunde sus raíces en la noche de los tiempos (¿el espíritu de la copla?) poseyera a esos pequeños viejos de ocho años como en un rito vudú, haciendo que dejen de ser niños por un momento y se transmuten en adultos despechados. Cthulhu los llama a su presencia y ellos les responden cantando por Marifé de Triana.

Observen a esas criaturitas moverse por el escenario durante un momento. Nada hace presagiar que vayan a arrancarse a cantar con esa voz aguardentosa y grave. Un niño de esa edad no puede tener esa voz… Desde el punto de vista de la medicina es inexplicable, pero ahí está el pequeño o la pequeña sacando de su garganta un quejío que parece el de un artista al que los excesos han golpeado (sí, yo también estoy pensando en Sabina, Camarón, Bob Dylan o Rosendo). Ese desgarro sonoro sólo lo puede producir una vida al límite, una vida nocturna y sin miramientos morales, una vida que es imposible que un niño de esa edad haya experimentado. La existencia de “El espíritu de la copla”, la vuelta al mundo terrenal de Shoggoth haciendo una gira por la Alpujarra, sería una de las pocas explicaciones plausibles a ese fenómeno.


Las letras de la copla, plagadas de desamor, celos, venganzas y despecho son una suerte de versión española de  “El arte de amar” de Ovidio. Si las criaturitas interiorizan el mensaje, ¿qué será de ellos cuando crezcan e inicien sus primeros escarceos amorosos? ¿Podrán hacer felices a sus parejas? ¿Serán ellos felices sabiendo, como saben desde pequeños, que el amor sólo trae desgracias? ¿No se convertirán en fríos seductores? Sí, eso es lo más probable. Aunque el “espíritu de la copla” les haya abandonado para colonizar otros cuerpos más jóvenes (viene haciéndolo así desde hace muchos evos), puede que hayan aprendido la lección y que estén de vuelta de todo (aunque sea escarmentando en cabeza ajena) y prefieran cerrarse para no exponerse al dolor del desamor, desplegando las técnicas de seducción que enseña Antonio Molina o Juanita Reina en sus letras, mezclado con la ancestral sabiduría maligna de una criatura primigenia y destructora. Todo esto me resulta de lo más inquietante, no sé a ustedes.



Pero no sólo del espíritu de la copla se alimentan los niños-adultos. Günter Grass y su “Tambor de Hojalata” se me vienen a la cabeza cuando veo, en un descuidado zapping, el programa de Canal Sur en el que unos niños terroríficos cuentan chistes y hacen gracietas varias, con Juan y Medio como maestro de ceremonias. Hasta hay uno que cuenta chistes con un tambor, no me dirán que la conexión no es sospechosa. El humor comienza a ser también territorio a colonizar por los terrores cósmicos lovecraftianos. Apaguemos el televisor antes de que sea tarde y Cthulhu venga a por nosotros cubierto por una bata de cola.



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