miércoles, 5 de septiembre de 2012

EXPERIENCIA


Confieso que a Martin Amis nunca le había pillado el punto. Hubo un tiempo en que se puso muy de moda y era lectura obligada. Había leído varias de sus novelas atraído por su fama, con la esperanza de encontrarme con lo que la crítica consideraba uno de los mayores escritores de nuestro tiempo. Pero nada, el tipo me dejaba totalmente frío, hasta que llegó a mis manos “Experiencia”, una autobiografía sui generis, donde mezclaba confesiones de su vida con reflexiones sobre literatura y periodismo.

Los fantasmas familiares estaban muy presentes en “Experiencia”. Su relación con Kingsley Amis, su padre, y la muerte de su prima Lucy Partington a manos de Fred West, un asesino en serie, son dos hitos fundamentales para entender su obra y su manera de concebir la existencia.


Hay veces en que la frontera entre la literatura y la vida se difumina, las dos se funden y esa interacción transversal puede marcarte a fuego… A ver, me explico. Huelva, agosto de 2007, doce de la noche. Tumbado en la cama leo sobrecogido la narración del asesinato de Lucy y las reflexiones de Amis sobre la fragilidad de la vida, la influencia del azar y el peso de la conciencia y de la culpa. Cierro el libro y pienso que en cualquier instante puede acabarse todo, que, como decía Woody Allen, la vida es fundamentalmente horrible pero que merece ser vivida aunque solo sea como experiencia (”La realidad es deprimente, pero es el único sitio donde puedes comerte un filete”). En fin, las típicas obviedades que a uno se le pasan por la cabeza antes de dormir. Pienso en cómo se puede hacer frente al asesinato de un ser querido y seguir adelante, cuando oigo un golpe fortísimo procedente del dormitorio contiguo al mío. Después del golpe, gritos en un idioma que entonces me sonó a ruso.

A partir de ese momento, mis recuerdos son algo confusos. Se me acelera el corazón y, de un salto, me pongo en pie y salgo corriendo a ver qué pasa. En mitad del pasillo encuentro a un tipo que se queda totalmente paralizado al verme. Me lanzo a por él, forcejeamos y logro sacarlo de la casa por la puerta principal, casi sin darle tiempo a reaccionar, como un portero de discoteca que echa a un borracho del bar. Tenía una sensación de irrealidad tremenda, como si viera lo que me estaba pasando desde fuera. No tenía miedo (aún), el subidón de adrenalina era tan grande que no me lo permitía.

Llamo a la policía instintivamente y les cuento que un tipo ha entrado en mi casa (¡en un noveno piso!) y me quedo de pie con el teléfono en la mano, respirando con dificultad. Tengo pensamientos extraños, me palpita el corazón como si fuera a salirse del pecho y caigo en la cuenta, menuda tontería, de que estoy en calzoncillos.  Recuerdo entonces que después del golpe en la ventana he oído voces, una conversación. Puede que haya alguien más. Cojo un cuchillo de la cocina y vuelvo al cuarto por donde entró el ladrón. Cierro la ventana por donde se coló y miro debajo de las camas. Nadie.

Ha pasado un minuto desde el aviso y la policía ya está llamando a la puerta. Dos patrullas casualmente estaban por la zona. Cuento lo que ha pasado a dos polis y me aseguran que varios “compañeros” están revisando el edificio. “¿Estás bien?”, me pregunta uno de ellos. “Sí, sí, no estoy herido ni nada”.

Instantes después, les dan el aviso de que han detenido a dos sospechosos en las escaleras, cada uno en una planta distinta. La policía me pide que los acompañe a identificarlos. Les digo que había más de una persona porque escuché una conversación, pero que solo entró en casa uno de ellos, el único al que podría identificar. Bajamos. Escoltado por la policía estaba el tipo que trató de entrar en mi casa. Dije que sí, que era él sin ningún género de dudas, lo esposaron y se lo llevaron a comisaría. En aquel momento me pareció una persona asustadiza, muy poca cosa, un pobre hombre con más miedo que una vieja en un columpio. Era rubio, medio calvo y con cara de no haber roto un plato en su vida (o al menos eso me pareció). Resultó que era polaco (y no ruso).

“Vamos a ver al otro”, dijo el poli, que en aquel momento me pareció mi mejor amigo. Chapeau por los zetas, se comportaron con una profesionalidad y eficacia increíbles. “Al otro no lo vi”, confesé. No hizo falta ir a su encuentro porque dos policías lo escoltaban para interrogarlo en la planta baja. Ese tipo me heló la sangre: casi dos metros de estatura, mirada dura y penetrante como de soldado que ha sufrido los horrores de la guerra, puro músculo, sin camiseta y con pantalones militares, la cabeza afeitada y tatuajes muy chungos por todo el torso que dejaban claro que había pasado por la cárcel. Y vaya si lo había hecho. Tenía antecedentes, entre otras cosas, por asesinato. Ay, Martin Amis, la fragilidad de la vida… ¿Y si el Rambo de la Europa del Este hubiera entrado en mi casa? ¿Ahí hubiera acabado todo? Bueno, no nos pongamos trágicos. El hecho de que alguien haya matado una vez no implica que vaya a hacerlo más veces, ¿no? Bueno, eso me gustaría pensar. El tipejo quedó libre, no había cometido ningún delito que pudiera probarse.

El juicio se celebró poco después. Fue rápido porque la cosa estaba más que clara. Al que entró en mi casa le cayeron dos años y, como tenía antecedentes, ingresó en prisión. Recuerdo que mucha gente me dijo entonces que dos años no era suficiente castigo. No tengo ni idea de la condena que cumplió finalmente, pero dos años de una vida en la cárcel es mucho tiempo. ¿O no recuerdas el paso de los 18 a los 20 como una eternidad? Cuando salió de la sala del juzgado me lo crucé de frente y ya no me pareció el hombrecillo asustadizo de aquella noche. Su mirada era desafiante y me pareció más alto y fuerte que ese día. Más peligroso, en una palabra. 

Es curioso, porque sólo tuve miedo cuando todo hubo acabado, cuando empecé a asimilar lo sucedido. Llegué a casa después de prestar declaración en comisaría y me sentía mareado, enfermo, acojonado. Volver a meterme en la cama me costó horrores. Todavía no me explico cómo actué de esa manera, lanzándome contra aquel tipo sin saber si estaba armado. Instinto de supervivencia, supongo. El caso es que siempre me he considerado más que un cobarde, una persona práctica. Valoro más mi vida que mis posesiones materiales. Al igual que Woody Allen, me tengo por una persona pacífica y “en caso de guerra solo valdría para ser prisionero”.
Para finalizar, os dejo los recortes del periódico donde se cuenta lo que sucedió con una exactitud que impresiona.
Todo correcto en el titular, salvo por dos detallitos: hay que dar por bueno que a mí en calzoncillos se me pueda considerar “una familia” y que no estaba durmiendo.

Ni estaba durmiendo plácidamente, ni vivo en un octavo, ni el ladrón rompió la ventana (solo la forzó), ni una familia se enfrentó a él ni tampoco, tócate los cojones, Mariloli, hubo nada de “cautela y diplomacia”. Lo demás, perfecto.

2 comentarios:

  1. Dos preguntas: ¿Cómo coño entraron en un noveno? y ¿No te cambiaste de casa?

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  2. Entró por la ventana subiendo desde el octavo,que es una planta diáfana. Respecto a cambiarme de casa, no lo hice :)

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