jueves, 18 de agosto de 2011

CRÓNICA DESESPERADA DE UN EVENTO ARTÍSTICO‏ (by Manolo Carvajal)


Hace unas semanas mi buen amigo Manolo Carvajal me mandó un mail para contarme su experiencia en un evento artístico inclasificable. Manolo es un tío genial, fue profesor de física y ahora se dedica a la fotografía. Tiene un talentazo, lo admiro mucho. Espero colgar fotos suyas en el blog pronto y os avisaré de su próxima exposición vía Twitter.

Bueno, a lo que iba. El mail me hizo tanta gracia que le pedí permiso para colgarlo en el blog en la sección “Also starring” y aquí lo tenéis.

CRÓNICA DESESPERADA DE UN EVENTO ARTÍSTICO‏ (by Manolo Carvajal)

Hola Juan, es una norma básica que un fotógrafo siempre debe llevar consigo su cámara, porque nunca se sabe dónde se tropezará con una imagen irrepetible. Yo casi nunca la respeto, por respeto precisamente a la hernia discal, debo decir en mi descargo, pero ayer el destino se pasó la tira de pueblos conmigo. Ayer perdí la ocasión definitiva de dar un vuelco a mi carrera de artista visual y escalar, desde la nada, las cumbres del reconocimiento. Y en un terreno absolutamente virgen para mí: el retrato. Perdona esta cascada de palabras sin sentido, pero para que me entiendas, sólo se me ocurre decirte que tuve una ocasión similar a la que tú viviste en Madrid en aquella visita a Arco y de la que pariste aquella inolvidable crónica, donde la sabiduría te llevaba a inquirir agudamente sobre el contenido artístico de los mochos y sus correspondientes fregonas. De hecho me acordaba de ti constantemente. Bueno, vamos por partes.
 Fui con mi hija María a ver una exposición de pintura en un centro artístico puntero, y resultó que había un concierto también. Si te digo la verdad, el que en la sala (patio central, muy bonito, del centro) no hubiese filas de sillas y alguna tarima para los concertistas, sino altavoces distribuidos por todo el espacio y, sospechosamente, en el centro una mesa pequeña con un ordenador, me hizo dudar, pero como María insistió en que nos quedásemos a ver de qué iba la cosa (después la chiquilla no sabía cómo pedirme perdón), pues nos sentamos en un par de sillas que quedaban libres, porque el resto del público parecía preferir tumbarse en el suelo recostados sobre unos pufos que también estaban por allí, o sentarse en ellos.
 Y empezó el concierto.

Ya desde el principio quedó claro que aquello no iba de cuerda ni viento, sino que el concertista (que Alá confunda), manejaba el teclado del ordenador. Allí sólo se escuchaba una puerta chirriante y algo que podría ser la respiración de un moribundo. Yo al principio pensé en la introducción (a través de la puerta) en algún gimnasio, pero a medida que pasaba el tiempo y además de la puerta y las inspiraciones sólo se escuchaba como una campanilla, empecé a pensar, aunque quería controlarme, en un niño hijo de puta (perdona la expresión, pero es que cuando me acuerdo no puedo evitar revivirlo) a las tres de la mañana moviendo la puerta chirriante palante y patrás, y que la puerta adónde se abría más bien era al Averno. Al cuarto de hora de concierto, yo empezaba a odiar al concertista, porque el mamón todo lo que hacía (que yo apreciara) era mover 1 (uno) dedo, me parece con la intención de cambiar de altavoz o de volumen o qué se yo. No sé qué oscuro impulso me llevó a intentar resistir, de modo que levanté la cabeza, me erguí en mi silla y, nunca lo hubiera hecho, paseé mi mirada por la sala. Juan, por tu madre, créeme, se me pusieron los vellos como escarpias, y por primera vez pensé en que aquello podía ser el final. Tal vez me salvó mi alma de artista, porque a partir de ese momento una parte de mi mente se liberó de aquellos sonidos indescriptibles para concentrarse en intentar desentrañar el espectáculo dantesco que se desarrollaba a mi alrededor.

Consideré la idea de robar, con violencia si hiciese falta, alguna de las cámaras de las personas que había a mi alrededor, pero finalmente decidí sacar el bolígrafo y tomar notas. ¿Te imaginas? Tomar notas en un concierto. Pero es que las imágenes no tenían precio.

Delante de mí, había el típico fulano que mueve la cabeza al ritmo de la música, eso pensé yo hasta que caí en la cuenta de que difícilmente podría calificarse así el espeluznante chirrido de puertas que se oía; definitivamente, no había música pero sí que en los movimientos de aquella cabeza había un punto de descontrol, una agitación insana que únicamente podía provenir de un creciente desarreglo neuronal.

Un movimiento a mi izquierda, y veo que una madre se levanta, tapándole con disimulo los oídos a su hija de seis o siete años de edad, que llevaba impreso en su rostro el miedo, pensando seguro que jamás pisaría una buhardilla sin llevar a la Brunete tras ella. Ve con Dios, pensé yo, mientras la mirada se me iba a un espectador tres o cuatro metros a mi derecha, que mordía el cuello de su camiseta; maleducado, me dije, hasta que le veo, pobre, hundir poco a poco toda su cabeza dentro de la camiseta, sin darse cuenta que el origen de su trastorno no estaba en la vista, sino en el oído.

Hacía rato que un poco delante de mí un tipo estaba tumbado en el suelo bocarriba con los ojos cerrados, y yo me preguntaba cómo podría mantenerse dormido con aquellas estridencias horrísonas, cuando caí en la cuenta de que sus ojos, una línea finísima de tanto apretar, estaban rodeados de arrugas imposibles de concebir en una cara, a menos que esta sea el espejo de un sufrimiento insoportable, inhumano. A su lado, con una conciencia creciente de que mi propia salud mental corría un peligro tan cierto como creciente, no pude dejar de ver cómo una chica que parecía mantenerse con normalidad sentada en su pufo, se deslizaba hacia el suelo, junto al chico de los ojos cerrados, y se tumbaba bocarriba también, con las manos en la nuca, y los ojos extrañamente abiertos, como contemplando impotente una imaginaria e inevitable lluvia de misiles con múltiples cabezas nucleares.

Ante aquello, amagué compulsivamente un movimiento para levantarme de la silla, pero no lo pude acabar, las piernas no me respondieron, y es que al hacerlo levanté la mirada y, diametralmente opuesta a la posición en la que me hallaba, con el íncubo aquel todavía moviendo su dedo espasmódicamente sobre el teclado del ordenador, una mujer que antes del concierto me había parecido absolutamente normal, incluso había pensado en que transmitía una cierta sensación de paz, ahora más que cogerse aprisionaba su cara con las dos manos y en sus ojos la expresión no existía, como si algo, una pieza necesaria para ostentar la condición humana, hubiese huido de su interior. Confieso que ella me salvó de no sé qué terrífico porvenir inmediato e innombrable, porque cuando vi que sus manos trepaban por su cara y mesaban dulcemente, tirando de su cabellera hacia arriba una vez y otra, como con un abandono demente, para volver a prensar su cara de nuevo entre sus manos rígidas, agarrotadas, creo que fue ese movimiento hacia arriba que yo seguía alucinado, el que hizo que, de pronto adquiriese conciencia de que me encontraba de pié y, en un instante de lucidez salvadora, cogí como pude la mano de María, con un movimiento de cabeza le hice ver dónde estaba la puerta, y eché los primeros y vacilantes pasos hacia la salida.

No negaré, si se me pregunta por ello, que, mientras me alejaba del origen de mi mal, pensé en algún momento en tratar de ayudar a las almas que dejaba atrás, pero la representación, en aquello de mi cerebro que todavía funcionaba, de la posibilidad de quedar atrapado sin remedio en aquel abismo, me hizo seguir hasta llegar a la calle, donde los ruidos del tránsito, quién me lo habría de decir, fueron poco a poco superponiéndose a los que provocaron mi descontrolada huida. Confieso también que, para evitar cargar con un mayor sentimiento de culpa por no haber hecho algo más por aquellos desgraciados que quedaron allí, tampoco he comprado periódicos desde entonces, y apago la radio la hora de los noticiarios. No sé si podría sobreponerme al conocimiento de que alguno de ellos no hubiera podido salvarse; incluso llego a repetirme Dios aprieta pero no ahoga, en un esfuerzo de mi memoria de agnóstico por recuperar frases que me traigan un imposible consuelo.

Juan, no te canso más, espero que este relato, que imploro traiga paz a mi espíritu,  lo tomes como un imprescindible desahogo que necesito para mí y que cargo sobre tus espaldas. Que los dioses misericordiosos que velan por la amistad te lo tengan en cuenta. Hoy ha sido por mí, mañana será por ti. Te debo una.

P.D. Hay momentos en los que dudo de que sea posible la realidad de lo que te he referido. He buceado en internet, y he encontrado la confirmación de que, al menos, lo que te cuento no es el producto de una mente perturbada. El enlace conduce a una grabación en la que se incluye una danza asincopada que no sé si lo es de otros íncubos y súcubos como el que se sentaba ante el ordenador, o más bien de algunos desgraciados víctimas del poder de esos sonidos infernales. Es lo bastante corta para que el enlace no lleve a tu perdición, y en todo caso te pido encarecidamente que tengas tu dedo sobre el ratón y que mantengas la posibilidad de, a la menor duda de tu estabilidad mental, interrumpir su audición.

1 comentario:

  1. gracias por evitar que el enlace al video lleve directamente al mismo. Esto previene que cualquier inconsciente lo vea sin haber reflexionado suficientemente sobre los daños que el mismo puede provocar. ;)

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