En “Gritis jits” presentamos hoy el capítulo 1 de “El caso Wittelberg”, un falso ensayo cachondeístico que publiqué en la revista Noseolvida, hace ya bastantes años. A disfrutarlo, chavales.
EL CASO WITTELBERG. CAPÍTULO I.
De un tiempo a esta parte parece haberse puesto de moda la obra del cáustico escritor y ensayista F. Wittelberg. Resulta curioso el intrincado mecanismo que rescata del desván del olvido las creaciones de hombres singulares, pero no hemos de regocijarnos ya que el Wittelberg que nos quieren mostrar no tiene nada que ver con el que conocemos los que hemos dedicado nuestra vida al estudio del artista.
Sí, es cierto que está en boca de todos, pero no se hace más que repetir sus frases más afortunadas y no se profundiza ni un ápice en la filosofía wittelbergiana. No hay ningún debate, ni una revisión de su obra ni nada parecido, la torpe farsa intelectualoide ya empieza a oler mal. Es lo que yo llamo El Caso Wittelberg, la Gran Impostura.
Hay que decir, en descargo de los críticos de sofá a los que dirijo mis dardos, que no es la primera vez que sucede algo parecido en la historia de la literatura; Proust y Cortázar quizás constituyan los casos más sangrantes. A más de un literato debería somodomizarlo una horda de cronopios o morir atragantado por un kilo y medio de magdalenas proustianas ... lo digo sin acritud.
Confío en no resultar atrevido si afirmo creer que si Wittelberg levantara la cabeza se daría con la tapa del ataúd y después exclamaría “Mis ideas en vuestras bocas suenan a falacia”, al igual que Marshall Macluhan en Annie Hall.
Pasemos a exponer los hechos de la vida del artista que constantemente se obvian o simplemente se desconocen para tratar de arrojar la luz de la razón sobre la oscura sombra de la especulación y la falacia.
Wittelberg, querido lector, poseía un alma sensible y generosa que se deleitaba con la extática contemplación de la turbia belleza de los paisajes adehesados, trufados de encinas y jarales, del Valcañete de su infancia; tal es así que cuando destinaron temporalmente a su padre, periodista de sucesos y coleccionista de vicetiples, al pueblo de al lado, el joven Feliciano, henchido el corazón de nostalgia, deseaba ansiosamente “que hubiera algún muerto o algún herido en Valcañete” para poder acompañar a su padre y pasear con místico recogimiento por los montes de su añorado pueblo. ¿Cuántas veces hemos oído hablar a la crítica de la desdichada infancia de nuestro protagonista para tratar de comprender el alegre pesimismo de sus primeras obras? ¡Háganme llegar alguna reseña, porque yo no conozco ningún caso!
La vida de Wittelberg se suele considerar como una sucesión de hechos inconexos, sin orden ni concierto. Se olvida la lógica interna de lo ilógico y ahí estriba el fallo.
Sirva como ejemplo que jamás se menciona que el artista no pudo superar la vergüenza y el desprestigio que ocasionaba el hecho de haber sido universitario. Ocultaba su licenciatura cum laude entre los trastos viejos del desván, temeroso de que algún día se descubriera su infamante secreto y que alguien le señalara con el dedo y se rumoreara entre risitas que él era “un escritor con estudios”. Ese temor se reflejaba en sus ensayos y parece que no se considera en absoluto a la hora de juzgar su obra.
Mas si hay un dato que se olvida indefectiblemente en las estrafalarias biografías que circulan acerca de Wittelberg es su frustrado amor de juventud por una joven llamada Encarnita. ¿Cómo entender la obra de un escritor sin acercarnos a su vida? ¿Cómo deshacer el ovillo del misterio que esconden las páginas de la romántica novela “A la sombra de la higuera te puse mirando a Coria”, sin entender la angustia existencial que agitaba la vida del artista en aquellos dramáticos momentos? Tal es la torpeza que comenten la mayoría de los críticos literarios de nuestros días. Desligar el estado de ánimo de un creador con la obra creada es un disparate que sólo merece nuestro desprecio.
El amor por Encarnita nunca se materializó, a pesar de la cerril insistencia de Wittelberg, y ésta terminó fugándose con un atractivo vendedor de barómetros. El corazón del artista se partió en mil pedazos y esa penosa nostalgia de lo que nunca sucedió se terminó filtrando en la mayoría de sus novelas y ensayos posteriores. Como suele suceder el platónico e intenso amor por Encarnita se suele pasar por alto y se insiste, no sin cierta malicia, en la tortuosa relación que mantuvo Wittelberg con un queso suizo, al que llegó a comprar un piso en Los Remedios y con el que no se casó por la oposición de sus rígidos padres. El “amor fou” está permanentemente latiendo en sus páginas, incluso lo encontramos en el frío ensayo “El hombre ante la idea de lo eterno”, en el que algunos con cortedad de miras sólo han querido ver una sistemática enumeración de trucos para ligar con extranjeras.
Asimismo, se confunden sus influencias. El artista no sólo no admiraba (como se ha afirmado alegremente tantas veces) sino que rechazaba visceralmente a Voltaire por considerarlo “afrancesado”....
(Continuará)
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