Hace unas semanas recibí este
correo sobre un curso de técnico de brigada helitransportada, que tenía una
pinta estupenda.
Esa es una de las cosas que
hacemos los ingenieros de montes, dedicarnos a la lucha contra los incendios
forestales. Leyendo el mail recordé que en mi infancia conocí a unos tipos que
eran una leyenda en el mundo del pilotaje de helicópteros de extinción: unos
militares rusos del Ejército Rojo que venían cada verano al Centro Operativo Provincial
de Huelva para dedicarse a jugársela contra el fuego. Mi madre trabajaba
entonces en el Cuerpo de Ingenieros y se dedicaba a coordinar los trabajos de
extinción de incendios.
Recuerdo que cuando le tocaba estar de de guardia iba con
una emisora para estar informada al minuto de cualquier novedad (entonces no
había móviles) y, no en pocas ocasiones, salía corriendo en su coche cuando un
incendio se ponía serio. También hace las mejores croquetas del mundo, pero esa
es otra historia. El caso es que a veces
iba al Cedefo con ella y allí conocí a los rusos.
Tengo un recuerdo un poco difuso
de aquellos ases del aire. El piloto medio era una especie de Iván Drago, que
lo mismo te calza una hostia que te viste de torero que aterriza en un cerro
con el espacio justo para recoger a un retén, mientras el fuego sube por la
ladera. Eran tipos duros, fríos, militares recios que combatían en Afganistán,
donde los talibanes les estaban pateando el culo, por cierto, y que se tomaban
los meses en Huelva casi como unas vacaciones. Llevaban ropa de camuflaje,
peinado a cepillo, botas militares y lucían un tatuaje de un dragón, que
imagino sería un emblema de su unidad o algo así.
Todos los días ponían en riesgo
su vida transportando retenes o soltando agua o retardantes de llama sobre
incendios descontrolados en la sierra. Era fácil tener un accidente en esas
condiciones, pero, al parecer, nunca los veías nerviosos. Joder, sólo se trata
de pilotar, nadie te estaba disparando con un bazooka o un Kaláshnikov. Pan
comido. Cuentan historias de su valor y su habilidad como pilotos que entran ya
en el terreno de la típica exageración andaluza. Los tíos eran la hostia.
El helicóptero que manejaban era
un Kamov, un bicharraco con una capacidad de 4,5 toneladas. Una pasada. Una vez
me subí a uno. En tierra, claro. Para un niño es una experiencia inolvidable.
El caso es que, al final del
verano, nuestros héroes regresaban a la madre patria en el Kamov y aprovechaban
para llevarse de todo a casa, desde comida a electrodomésticos, ropa, etc. En
aquel entonces, al ciudadano medio ruso le faltaba lo más básico. El sistema comunista
empezaba a resquebrajarse. En el libro de Ryszard Kapuściński “El Imperio” se cuenta como se organizó una trifulca
callejera tremenda en Rusia porque alguien aseguró que un miembro del Partido
escondía un embutido, para que veáis cómo estaba el patio. Lo del embutido no
me lo he inventado, lo juro, aunque igual no era en Rusia y era un país de la
Europa del Este. No estoy seguro y me da pereza buscarlo y para el caso es lo
mismo.
Total, que la oportunidad para
llenar la despensa era cojonuda. Volvían al hogar con el helicóptero hasta los
topes, año tras año. Y fue precisamente el hecho de abrazar el sistema
capitalista con ese afán lo que les costó la vida. En su último verano,
cargaron tanto el helicóptero que desgraciadamente se estrellaron tratando de despegar.
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