jueves, 18 de agosto de 2011

CRÓNICA DESESPERADA DE UN EVENTO ARTÍSTICO‏ (by Manolo Carvajal)


Hace unas semanas mi buen amigo Manolo Carvajal me mandó un mail para contarme su experiencia en un evento artístico inclasificable. Manolo es un tío genial, fue profesor de física y ahora se dedica a la fotografía. Tiene un talentazo, lo admiro mucho. Espero colgar fotos suyas en el blog pronto y os avisaré de su próxima exposición vía Twitter.

Bueno, a lo que iba. El mail me hizo tanta gracia que le pedí permiso para colgarlo en el blog en la sección “Also starring” y aquí lo tenéis.

CRÓNICA DESESPERADA DE UN EVENTO ARTÍSTICO‏ (by Manolo Carvajal)

Hola Juan, es una norma básica que un fotógrafo siempre debe llevar consigo su cámara, porque nunca se sabe dónde se tropezará con una imagen irrepetible. Yo casi nunca la respeto, por respeto precisamente a la hernia discal, debo decir en mi descargo, pero ayer el destino se pasó la tira de pueblos conmigo. Ayer perdí la ocasión definitiva de dar un vuelco a mi carrera de artista visual y escalar, desde la nada, las cumbres del reconocimiento. Y en un terreno absolutamente virgen para mí: el retrato. Perdona esta cascada de palabras sin sentido, pero para que me entiendas, sólo se me ocurre decirte que tuve una ocasión similar a la que tú viviste en Madrid en aquella visita a Arco y de la que pariste aquella inolvidable crónica, donde la sabiduría te llevaba a inquirir agudamente sobre el contenido artístico de los mochos y sus correspondientes fregonas. De hecho me acordaba de ti constantemente. Bueno, vamos por partes.
 Fui con mi hija María a ver una exposición de pintura en un centro artístico puntero, y resultó que había un concierto también. Si te digo la verdad, el que en la sala (patio central, muy bonito, del centro) no hubiese filas de sillas y alguna tarima para los concertistas, sino altavoces distribuidos por todo el espacio y, sospechosamente, en el centro una mesa pequeña con un ordenador, me hizo dudar, pero como María insistió en que nos quedásemos a ver de qué iba la cosa (después la chiquilla no sabía cómo pedirme perdón), pues nos sentamos en un par de sillas que quedaban libres, porque el resto del público parecía preferir tumbarse en el suelo recostados sobre unos pufos que también estaban por allí, o sentarse en ellos.
 Y empezó el concierto.

Ya desde el principio quedó claro que aquello no iba de cuerda ni viento, sino que el concertista (que Alá confunda), manejaba el teclado del ordenador. Allí sólo se escuchaba una puerta chirriante y algo que podría ser la respiración de un moribundo. Yo al principio pensé en la introducción (a través de la puerta) en algún gimnasio, pero a medida que pasaba el tiempo y además de la puerta y las inspiraciones sólo se escuchaba como una campanilla, empecé a pensar, aunque quería controlarme, en un niño hijo de puta (perdona la expresión, pero es que cuando me acuerdo no puedo evitar revivirlo) a las tres de la mañana moviendo la puerta chirriante palante y patrás, y que la puerta adónde se abría más bien era al Averno. Al cuarto de hora de concierto, yo empezaba a odiar al concertista, porque el mamón todo lo que hacía (que yo apreciara) era mover 1 (uno) dedo, me parece con la intención de cambiar de altavoz o de volumen o qué se yo. No sé qué oscuro impulso me llevó a intentar resistir, de modo que levanté la cabeza, me erguí en mi silla y, nunca lo hubiera hecho, paseé mi mirada por la sala. Juan, por tu madre, créeme, se me pusieron los vellos como escarpias, y por primera vez pensé en que aquello podía ser el final. Tal vez me salvó mi alma de artista, porque a partir de ese momento una parte de mi mente se liberó de aquellos sonidos indescriptibles para concentrarse en intentar desentrañar el espectáculo dantesco que se desarrollaba a mi alrededor.

Consideré la idea de robar, con violencia si hiciese falta, alguna de las cámaras de las personas que había a mi alrededor, pero finalmente decidí sacar el bolígrafo y tomar notas. ¿Te imaginas? Tomar notas en un concierto. Pero es que las imágenes no tenían precio.

Delante de mí, había el típico fulano que mueve la cabeza al ritmo de la música, eso pensé yo hasta que caí en la cuenta de que difícilmente podría calificarse así el espeluznante chirrido de puertas que se oía; definitivamente, no había música pero sí que en los movimientos de aquella cabeza había un punto de descontrol, una agitación insana que únicamente podía provenir de un creciente desarreglo neuronal.

Un movimiento a mi izquierda, y veo que una madre se levanta, tapándole con disimulo los oídos a su hija de seis o siete años de edad, que llevaba impreso en su rostro el miedo, pensando seguro que jamás pisaría una buhardilla sin llevar a la Brunete tras ella. Ve con Dios, pensé yo, mientras la mirada se me iba a un espectador tres o cuatro metros a mi derecha, que mordía el cuello de su camiseta; maleducado, me dije, hasta que le veo, pobre, hundir poco a poco toda su cabeza dentro de la camiseta, sin darse cuenta que el origen de su trastorno no estaba en la vista, sino en el oído.

Hacía rato que un poco delante de mí un tipo estaba tumbado en el suelo bocarriba con los ojos cerrados, y yo me preguntaba cómo podría mantenerse dormido con aquellas estridencias horrísonas, cuando caí en la cuenta de que sus ojos, una línea finísima de tanto apretar, estaban rodeados de arrugas imposibles de concebir en una cara, a menos que esta sea el espejo de un sufrimiento insoportable, inhumano. A su lado, con una conciencia creciente de que mi propia salud mental corría un peligro tan cierto como creciente, no pude dejar de ver cómo una chica que parecía mantenerse con normalidad sentada en su pufo, se deslizaba hacia el suelo, junto al chico de los ojos cerrados, y se tumbaba bocarriba también, con las manos en la nuca, y los ojos extrañamente abiertos, como contemplando impotente una imaginaria e inevitable lluvia de misiles con múltiples cabezas nucleares.

Ante aquello, amagué compulsivamente un movimiento para levantarme de la silla, pero no lo pude acabar, las piernas no me respondieron, y es que al hacerlo levanté la mirada y, diametralmente opuesta a la posición en la que me hallaba, con el íncubo aquel todavía moviendo su dedo espasmódicamente sobre el teclado del ordenador, una mujer que antes del concierto me había parecido absolutamente normal, incluso había pensado en que transmitía una cierta sensación de paz, ahora más que cogerse aprisionaba su cara con las dos manos y en sus ojos la expresión no existía, como si algo, una pieza necesaria para ostentar la condición humana, hubiese huido de su interior. Confieso que ella me salvó de no sé qué terrífico porvenir inmediato e innombrable, porque cuando vi que sus manos trepaban por su cara y mesaban dulcemente, tirando de su cabellera hacia arriba una vez y otra, como con un abandono demente, para volver a prensar su cara de nuevo entre sus manos rígidas, agarrotadas, creo que fue ese movimiento hacia arriba que yo seguía alucinado, el que hizo que, de pronto adquiriese conciencia de que me encontraba de pié y, en un instante de lucidez salvadora, cogí como pude la mano de María, con un movimiento de cabeza le hice ver dónde estaba la puerta, y eché los primeros y vacilantes pasos hacia la salida.

No negaré, si se me pregunta por ello, que, mientras me alejaba del origen de mi mal, pensé en algún momento en tratar de ayudar a las almas que dejaba atrás, pero la representación, en aquello de mi cerebro que todavía funcionaba, de la posibilidad de quedar atrapado sin remedio en aquel abismo, me hizo seguir hasta llegar a la calle, donde los ruidos del tránsito, quién me lo habría de decir, fueron poco a poco superponiéndose a los que provocaron mi descontrolada huida. Confieso también que, para evitar cargar con un mayor sentimiento de culpa por no haber hecho algo más por aquellos desgraciados que quedaron allí, tampoco he comprado periódicos desde entonces, y apago la radio la hora de los noticiarios. No sé si podría sobreponerme al conocimiento de que alguno de ellos no hubiera podido salvarse; incluso llego a repetirme Dios aprieta pero no ahoga, en un esfuerzo de mi memoria de agnóstico por recuperar frases que me traigan un imposible consuelo.

Juan, no te canso más, espero que este relato, que imploro traiga paz a mi espíritu,  lo tomes como un imprescindible desahogo que necesito para mí y que cargo sobre tus espaldas. Que los dioses misericordiosos que velan por la amistad te lo tengan en cuenta. Hoy ha sido por mí, mañana será por ti. Te debo una.

P.D. Hay momentos en los que dudo de que sea posible la realidad de lo que te he referido. He buceado en internet, y he encontrado la confirmación de que, al menos, lo que te cuento no es el producto de una mente perturbada. El enlace conduce a una grabación en la que se incluye una danza asincopada que no sé si lo es de otros íncubos y súcubos como el que se sentaba ante el ordenador, o más bien de algunos desgraciados víctimas del poder de esos sonidos infernales. Es lo bastante corta para que el enlace no lleve a tu perdición, y en todo caso te pido encarecidamente que tengas tu dedo sobre el ratón y que mantengas la posibilidad de, a la menor duda de tu estabilidad mental, interrumpir su audición.

viernes, 12 de agosto de 2011

SOBRE LA VIOLENCIA EN EL DEPORTE (parte 2)

Hace algún tiempo prometí hablar de las movidas que viví cuando fui jugador de balonmano. El tema da para una entrada graciosa, así que vamos allá.

Empecé a jugar al balonmano en el colegio y tengo que admitir que es el único deporte que se me daba bien de verdad. Mi puesto era lateral derecho y llegué a jugar en la selección de Huelva un par de partidos, antes de dejarlo por una chorrada. Y es que, aunque parezca difícil de creer, yo iba de estrellita y cualquiera me aguantaba entonces.

Hay dos anécdotas que ilustran perfectamente el grado de gilipollismo y niñatería extrema que alcancé en aquella época. Lo cuento, aunque me dé un poco de vergüenza:

1) En una ocasión en la que estaba jugando un partidazo, el entrenador, del que hablaré ahora y que era la caña, pidió tiempo muerto. Todo el equipo se reunió en torno a él, menos yo, que me senté en el banquillo a mi bola. Cuando me dijo el entrenador que me acercara, le contesté con un “¿Qué indicaciones vas a darme? No has visto a nadie jugar así en tu puta vida”. Para darme quince hostias. Por supuesto, me sustituyó, me dio una colleja y no volví a salir más en ese partido.

2) Disputando la semifinal de copa, con el marcador muy igualado y a falta de muy poco tiempo para acabar el partido me quedé solo delante del portero. Salté desde la línea de 6 metros y, antes de tirar a puerta, me pasé el balón de mano a mano por la espalda. Fue gol pero por muy poco. El entrenador pidió el cambio y me echó la bronca más grande de mi vida. Jamás, ni cuando hice las mayores trastadas que recuerdo, nadie me gritó durante 5 minutos zarandeándome y diciéndome de todo. Volví a salir e hice exactamente lo mismo, esta vez con un defensa delante. Marqué gol de auténtico milagro (dio en la mano del portero y en el larguero antes de entrar llorando), salí del campo corriendo y me fui a mi casa muy digno. Casi me echan del equipo después de aquello.


Nos metemos con los futbolistas por carajotes. Pero cualquiera nos aguantaría con 20 años  ganando millones de euros, con admiradores y todas las tías del mundo dispuestas a retozar con nosotros.

He dicho que iba a hablar del entrenador. Era una especie de general con dos copas de más, siempre gritando e insultando pero entrañable a más no poder. Por supuesto, lo adorábamos. Creo que tiene una placa en la fábrica de Cruzcampo. Lo recuerdo siempre oliendo a alcohol, transpirando ese sudor alcohólico que emiten las personas que tienes un problema con la bebida (o la bebida con ellos, según se mire).

Éramos sus soldados, nos trataba con dureza pero era justo. Un gran tipo. Siempre acababa insultando al árbitro (aunque fuéramos ganando de 15, eso daba igual) y tratando de pegarse con los entrenadores rivales, con los que al final del partido se daba unos abrazos de amistad. A nosotros se nos escapaba algo: “Dos tíos que acaban de decirse hijo de puta el uno al otro y ahora son los mejores amigos, mi no comprender”.

Lo que no soportaba el entrenador es que bajaras los brazos. Cuando uno lleva jugando muchos minutos con los brazos en alto, aprovecha cualquier ocasión (que salga la pelota fuera, un penalti, …) para apoyarlos en la cintura y descansar un poco. Si el entrenador te pillaba a alguno así le gritaba algo como “¡¡¡A VER, LA REINA DE LOS MARES!!! ¡¡¡SUBE LOS BRAZOS O TE LOS ARRANCO!!!”, mientras movía la cadera con las manos en su cintura como bailando el hula hop, una escena muy cómica que hacía que nos partiéramos de risa (y que nos lleváramos algún empujón y/o colleja en la nuca también).

Los que habéis leído mis aventuras en el mundo del judo y la paliza que me pegó el mamón del ciego podéis pensar que ese es un deporte duro, pero el balonmano fue peor. En el judo hay reglas y se respetan. Vale, he visto luxaciones de rodilla y cosas peores, pero eran la excepción. Cuando yo jugaba al balonmano, raro era el día que no terminaba con moratones por puñetazos a traición o con las rodillas y los codos ensangrentados de arrastrarme por la pista después de un empujón en pleno salto. Un truco sucio muy típico era que te metieran los dedos entre las costillas flotantes. Agradabilísimo.

Aquello era la jungla, sobre todo si te tocaba jugar con algún equipo del extrarradio. Mi colegio e instituto estaban en el centro y, claro, cuando íbamos a algún barrio chungo, ya nos querían partir la cara porque nuestro padre tenía coche. Lo más curioso de todo es que muchos tipos de mi equipo vivían en barrios así, pero eso daba igual.

Recuerdo especialmente un equipo en el que jugaba un central al que llamábamos El Animal. Ese tío acojonaba. Podía medir 1,85, estaba muy gordo y era un chungo de los de verdad. Como defensa era muy expeditivo, por decirlo de alguna manera. Te calzaba una hostia a mano abierta la primera vez que intentabas tirar a puerta para dejar claro lo que te esperaba. Después ponía cara de “¿Yo? ¿Cómo puede pensar eso, señor árbitro? ¿Voluntariamente voy a partirle la cara a esta persona? ¿Cómo me cree capaz?” El árbitro dudaba si había sido voluntario o no (la verdad es que la cara de perrito triste la bordaba el cabrón) y ahí quedaba la cosa. Siempre acabábamos dándonos de hostias con él, o más bien él contra nosotros.

Retrato robot de El Animal.

Una vez , el que jugaba de extremo, que era, como todos los extremos, bajito y escurridizo, se encaró con él por haberle empujado en el descanso y a Animal no se le ocurre otra cosa que agarrarle del cuello con una mano y estamparle la cara contra el poste. El extremo se abrió la ceja y empezó a salirle sangre a borbotones. De eso nos dimos cuenta después; en un primer momento pensamos que le había vaciado un ojo por la cantidad de sangre que brotaba. Decir que nos volvimos locos es decir poco. Aquel acto miserable no podía quedar impune. Nos lanzamos contra Animal y menos mal que nos separaron, que sino nos mata el hijo de puta. Creo que allí cobró hasta el utillero, nos dieron hasta en el carnet de identidad.

Desconozco qué habrá sido de Animal. Lo veo de Concejal de Urbanismo o de gerente de una empresa pública. Tenía cualidades para eso y para más.

En fin, en aquellos días fue cuando Urdangarín me aplaudió un gol, pero eso lo cuento en otra ocasión, que hay que mantener el interés.

 Nota: La primera parte de este artículo aquí.

martes, 9 de agosto de 2011

EL CASO WITTELBERG. CAPÍTULO V

Aquí están disponibles los capítulos primero , segundo, tercero y cuarto. Son textos humorísticos que se pueden leer como piezas independientes.

CAPÍTULO V. EL ALBORNOZ HEGELIANO (OBRA INÉDITA DE WITTELBERG).

Como recordarán mis estimados lectores, he prometido en repetidas ocasiones mostrar al mundo las obras inéditas de Wittelberg. Tras varias conversaciones con los herederos del genio, finalmente he conseguido mi propósito: la autorización para publicar el manuscrito de “El Albornoz hegeliano”, una obra de teatro de un solo acto donde se advierte claramente que Wittelberg se adelantó a su tiempo, anticipándose varios años al teatro de vanguardia del absurdo.

En el próximo capítulo, el 6º, realizaré un análisis exhaustivo de esta pequeña maravilla, las anécdotas relativas al único intento de estreno de la obra, los avatares y dificultades que tuvo que sortear el joven Wittelberg para conseguir el dinero para la representación, el significado oculto de muchos pasajes, etc.; mientras tanto, conténtese el lector con paladear este Albornoz Hegeliano, una irónica crítica a los valores tradicionales que encorsetaban a la sociedad de su tiempo.


“EL ALBORNOZ HEGELIANO”

(Un cura jansenista se golpea la cabeza contra una columna mientras un mimo imita a un perito de minas tratando de abrir una lata de espárragos. Se escucha una manada de cerdos a lo lejos. A excepción de la columna y de un baúl del que el mimo extraerá sus disfraces, el escenario está vacío. Los personajes visten trajes regionales.)

Cura: ¡Primitivo! ¡Primitivo! ¿Dónde estás?

(Primitivo, un aparejador testigo de Jehová y diabético aparece en escena. Su rostro denota preocupación).

Primitivo: ¿Qué quieres? Ya estoy aquí.

Cura: ¿Regaste las macetas? ¿Alimentaste a los cerdos?

Mimo (se coloca una peluca Luis XVI y canta): Cerdos, cerdos,...¡cerdos! Los cerdos no son más que cerdos, ¿o no?

Primitivo: No, no hice nada de eso. Estaba inyectándome mi insulina.

Cura: ¡ Eres un egoísta! ¡ Un sucio egoísta y nada más! ¡Sólo te ocupas de ti! Me das asco.

Mimo: ¡ La reflexividad del ser! ¿No lo entendéis? ( Se oye una jota aragonesa mientras que el mimo comienza a clavar con el glande un rosco de vino en un tablero de aglomerado donde está escrita la palabra “Muerte”).

Primitivo: Escucha... (se hace un incómodo silencio de 15 minutos).

Cura : ¿Qué? (Mostrando un fingido interés).

Primitivo: ¿Ves como no me escuchas? ¡Después dices que me quieres! Mentiroso! En el fondo no eres más que un epicúreo, por más que lo quieras disimular.

Cura: No me tortures más... Sufro... ¿Sabes? La mahonesa se me cortó esta mañana.

Primitivo: ¿Qué estás intentando decirme?

Cura: Pues... que Dios no existe.

Mimo (arañándose la cara con un rastrillo): ¡ La nada!

(Dios aparece en la parte superior del escenario, sobre una nube y disfrazado de notario).

Dios: Yo me manifestaría, pero es que me da pereza. Voy a tomarme un cubata.

Mimo: ¡Dios no está para nadie! (Dios hace mutis).

Primitivo: No te entiendo, jamás te he entendido. La comunicación no existe entre nosotros.

Cura: No lo niego, pero tú sabes muy bien porqué.

Primitivo: Los osos panda, sí.

Mimo (vestido de soldado pretoriano): ¡Lo onírico! Nada puede estar al margen de los sueños.

Cura: Otra vez los dichosos osos panda. Siempre terminamos hablando de lo mismo.

Primitivo: ¡Si has sido tú quien ha sacado el tema!.

Cura: Ya basta... (compungido). Los plantígrados sólo nos han traído destrucción y miseria.

Primitivo: No concibo cómo puedes vivir pensando que después de la muerte no hay osos panda... Fíjate en todos los folletos que repartimos de casa en casa. Toda nuestra filosofía, la de los testigos de Jehová, se basa en la creencia de que las jirafas, osos panda y demás animales estarán con nosotros en el Paraíso.

Cura: ¡Blasfemo! (lo abofetea con la columna. Primitivo sangra profusamente por los oídos. El mimo se suicida tragándose una sandía entera).

Primitivo (incorporándose): Perdóname (se miran con ternura y se cogen de la mano.)

Voz de Dios: ¡Albornoces! ¡Albornoces! ¡Hegel nunca pensó en los albornoces!”

(Continuará)

viernes, 5 de agosto de 2011

EL CASO WITTELBERG. CAPÍTULO IV

Aquí están disponibles los capítulos primero , segundo y tercero, aunque se pueden leer como relatos de humor independientes, a lo “Elige tu propia aventura”. 


CAPÍTULO IV. LOS PADRES DE WITTELBERG.


 A principios del siglo XX, Juan Jesús Wittelberg era un modesto periodista de provincias que llevaba una vida bohemia y ordenada. Escribía sus artículos en “El Tendencioso”, un periódico de ideología liberal – masónica que por aquel entonces tenía una tirada bastante limitada (apenas tres ejemplares). Su sueldo a duras penas le alcanzaba para ir tirando y sobrevivía malviviendo en una pequeña pensión regentada por sus padres. Algunos meses no podía pagar el alquiler y dormía en la calle.

Fascinado por la revolución rusa decide hacerse comunista y fundar una célula. Recientemente han salido a la luz las actas de fundación, redactadas por él, de las que incluimos los fragmentos más significativos, a título de anécdota.
“ (...) Acordamos la formación de la célula todos los presentes, a excepción de D. Eleuterio, que ha abandonado la reunión por considerarla “poco clandestina”. Tras discutirlo detenidamente, decidimos por votación unánime que la célula será eucariota, esto es, que no tendrá núcleo definido. Se estructura la célula de la siguiente manera:
- Mitocondria: Bonifacio Quintanilla.
- Aparato de Golgi: Wigfredo Kauffman.
- Retículo endoplasmático: Servidor.
- Tesorero: A convenir en la próxima reunión. (...)”

El desconocimiento sobre política de este grupo de amigos era notable; sin embargo, desbordaban entusiasmo. Como comunista, Juan Jesús Wittelberg dejaba bastante que desear. Era vago y demagogo, además de profundamente católico y defensor a ultranza de la propiedad privada y del libre mercado. Sus propios compañeros lo expulsaron de la célula cuando insistió en rezar el rosario justo cuando Bonifacio Quintanilla se disponía a recitar de memoria los capítulos V al XXI de “El capital”. Lo echaron de allí mientras le golpeaban con sus bombines.

Este acontecimiento marcó la vida de Wittelberg padre, ya que, desencantado, decide temporalmente abandonar su Valcañete natal para probar suerte en Madrid. En la capital del reino conoce el intrépido periodista a la que sería su futura esposa, María de las Angustias Yepes y Yepes, hija de un rico comerciante dedicado a la venta de aceite de ricino. El padre de María de las Angustias, Don Eutanasio, era un hombre recto y exigente que nunca fue aceptado en los círculos de la alta burguesía por ser demasiado bajito y no tener bien recortado el bigote, lo que le atormentaba.
Don Eutanasio adoraba a su hijita y no quería que un cualquiera se casara con ella. Reproducimos a continuación una carta que le envió a María de las Angustias cuando ésta alcanzó edad casadera. Desde aquí queremos agradecerles a los herederos de Wittelberg que nos facilitasen este curioso documento que ha permanecido inédito hasta el día de hoy.

“ Madrid y Mayo, 1.9XX.
Hijita querida de mis carnes fláccidas:
Como yo no pienso más que en vosotros y en vuestro bien espiritual y temporal, y como desgraciadamente hay tanta corrupción en las costumbres (por no hablar de cómo se come ahora), no encuentro sosiego ni de día ni de noche pensando si alguno, aprovechándose de mi ausencia y fingiendo ser honesto tratara de tender algún lazo a tu virtud. Eso, o que intentara revolcarse libidinosamente contigo en la parte de atrás de un coche de caballos.

No admitas visita ninguna de hombres, sea de la clase que fuera, si no está presente tu hermano. Ni mandes esquela ni te presentes a la ventana si no quieres que te abra la cabeza, hijita mía. Si fuera algún joven de clase, serio, virtuoso, de alguna posición y de tu gusto (esto último tiene menos importancia que lo anterior), se lo dices a tu hermano y éste le contestará con una esquelita sin firma a tu nombre y nos reuniremos con él. Si no cumple estas circunstancias, tu hermano, en nombre tuyo, lo despide con urbanidad, dándole las gracias y quitándole toda esperanza. Si insistiere, nuestros criados le dispararían al corazón, pero también con urbanidad.

Me estremezco al pensar como está el mundo. Recibe un abrazo de tu papi querido.”

María de las Angustias conoce, pocos meses después de recibir esta carta de su padre, que entonces se hallaba de viaje de negocios con una vicetiple, a Juan Jesús Wittelberg, a la salida de una obra de teatro. Se representaba aquella tarde la obra “Torreznos y Capuletos”, una mala copia de Romeo y Julieta, en la que el protagonista era un empleado de una funeraria que pasa por malos momentos porque transcurren los años y en el pueblo no se muere nadie, con lo que está a punto de perder su negocio. El final trágico de la obra shakespeariana era sustituido por un número cómico - musical con perro, muy de moda entonces.

María de las Angustias se había escapado de casa para ver la obra de teatro, pues no gozaba del permiso paterno para acudir a espectáculos donde “los hombres mostraban la barbilla, los lóbulos de las orejas y otras partes impúdicas sin reparo alguno”.

Al parecer fue amor a primera vista, ya que decidieron casarse enseguida, apenas dos minutos después de haberse conocido.
Como Juan Jesús no gozaba de una posición holgada precisamente, Don Eutanasio intentó remediar el problema mandando que unos estibadores del puerto le partieran las piernas. Eso sí, con urbanidad.

Todo estaba dispuesto para que la familia Yepes se deshiciera de aquel molesto pretendiente cuando María de las Angustias decidió tomar cartas en el asunto. Lloró durante días, imploró a sus padres, dejó de jugar al tute subastado(hecho que causó una honda impresión a Don Eutanasio) y finalmente inició una serie de huelgas de hambre consecutivas de siete minutos diarios que finalmente acabaron por ablandar el corazón de sus progenitores.

La boda se celebró en Valcañete el mes de Julio de aquel mismo año y durante un tiempo, apenas media hora, el matrimonio fue muy feliz. El 25 de Julio, a la 1.45 de la tarde y sobre un aparador, María de los Ángeles Yepes y Yepes quedó embarazada.

La relación empezó a deteriorarse con el paso de los meses y las discusiones comenzaron a ser el pan nuestro de cada día. El hecho de que Juan Jesús no se levantara de la cama hasta las doce de la mañana porque “le daba pereza madrugar”, unido a la falta de medios económicos y la incertidumbre por el futuro que era provocada por la negativa de Juan Jesús a trabajar porque “trabajar cansa” hicieron que la relación fuera pudriéndose por momentos hasta llegar a la separación cuatro días antes del nacimiento de su hijo.

Juan Jesús se fue de casa porque quería que su hijo se llamara Karl Marx Gustavo Wittelberg, mientras que María de las Angustias insistía en el nombre de Demetrio, para así poder llamarle Chuchi. Naturalmente, fue Don Eutanasio quien impuso su criterio, eligiendo para el nuevo retoño el nombre de Feliciano, en homenaje a Feliciano Velázquez, que según decía “es uno de mis escritores favoritos... Ese y el Greco, ¡cómo escribe el truhán!.” La cultura no era el fuerte de Don Eutanasio.

Visiblemente enfadado, Juan Jesús abandonó su hogar al ver que no iba a salirse con la suya y que el niño se llamaría Feliciano. Regresaría cinco años después. Según su esposa, Juan Jesús volvió cambiado. Así se lo contó en una carta a su prima Eulalia. “Él ya no es el mismo, parece como si estos cinco años le hubieran afectado mucho. Ahora, Juan Jesús se llama Teofrasto, es griego, mide 20 centímetros más, es pelirrojo y se dedica a la importación de hernias inguinales. ¡ Sin embargo me alegra tanto que haya vuelto! La vida vuelve a sonreírme otra vez.

Convencida por su marido, María de las Angustias, comienza a leer panfletos comunistas y anarquistas. La lectura de las ideas de Ned Ludd, hace que cambie su visión del mundo. Desde ese momento, se declarará ludista convencida. Como prueba de ello rompe las farolas de su calle y dos maquinillas de moler café que tenía en casa. La guerra contra la máquina es una idea que calará en la mentalidad del joven Wittelberg, su querido hijo.
(Continuará)

lunes, 1 de agosto de 2011

EL CASO WITTELBERG. CAPÍTULO 3

Os dejo el tercer capítulo de El Caso Wittelberg. Aquí podéis leer el primero y el segundo.

CAPÍTULO III. LAS CARTAS DE LUDWIG VAN DER HAVOC.


 Como ya apuntamos en el segundo capítulo, Wittelberg y Ludwig Van der Havoc mantuvieron durante el exilio wittelbergiano una prolífica relación epistolar (se escribían una carta cada diez minutos, aproximadamente). En sus extensas epístolas (algunas de más de 900 páginas), Wittelberg desnuda su alma ante su querido amigo y le hace partícipe de sus anhelos y aspiraciones (“la vecina del 2º me pone”, llega a confesarle en una de sus cartas).

No pretendemos realizar un profundo análisis del conjunto de las discusiones filosóficas y vitales que impregnaron la correspondencia entre estos dos artistas, por lo que nos limitaremos a una somera exégesis que espero colme las expectativas de los lectores más exigentes.

Recurriendo al reduccionismo hegeliano, podemos clasificar las llamadas “cartas belgas” en cuatro grupos bien diferenciados. El primer conjunto que surge de esta categorización estaría formado por aquellas que presentan un marcado carácter de “feedback”, de retroalimentación informativa que se nos antoja complejo de interpretar. La pregunta de Wittelberg“ ¿Qué tiempo hace en Valcañete?” y su respuesta “No llueve mucho, se echará a perder la cosecha de patata temprana si Dios no lo remedia”, conforman un claro ejemplo.

Un segundo grupo lo forman las cartas de Van der Havoc en las que expone magistralmente su visión filosófica de la vida (el idealismo realista). Este tema lo consideramos tan interesante que merecerá un capítulo monográfico en el que mostraremos algunos textos inéditos.

Continuando con nuestra categorización, llegamos a un tercer conjunto epistolar, quizá el más conocido por el gran público, en el que los dos pensadores confrontan sus ideas acerca de las hernias inguinales como metáfora de la existencia.

Llevados por la pasión de la discusión, los dos amigos llegan a tener un gran enfrentamiento sobre la verdadera naturaleza del alma de los funcionarios de Correos que desemboca en una crisis que afortunadamente se prolongó pocos días.

Deciden dejarse de hablar y se intercambian folios en blanco durante ese breve período, hasta que finalmente firman la paz.

El cuarto y último grupo de cartas presenta un tono más informal y en él se trata fundamentalmente de la obra de Wittelberg y de las sugerencias de su amigo para mejorar ésta. Así, Van der Havoc no sólo le asesora en algunos temas concretos (el ciclo reproductivo de los peritos de minas) sino que le anima a seguir escribiendo.

Havoc llega a reprocharle en una ocasión su indolencia (Wittelberg no trabajó en nada mientras estuvo en Bélgica, se limitaba a arponear a los turistas para robarles cuando tenía hambre), en un tono duro pero fraterno “Ya va siendo hora de que comiences a ganarte el pan y a hacer algo útil... De los vagos nunca se ha escrito nada”.

Espoleado por la crítica de su amigo e inspirándose en la obra de Erasmo de Rotterdam, Wittelberg comienza a esbozar su ensayo “Elogio de la flojera”, proyecto que no concluye por pereza.

Finalmente, Wittelberg “se puso las pilas” y dio rienda suelta a su creatividad. Es de justicia reconocer, y así lo ha indicado el Catedrático Domitilo Borrachero repetidamente, el gran estímulo creativo que Ludwig Van der Havoc supuso para Wittelberg.

Así, la obra “El podólogo enamorado” no hubiera constituido el referente universal del teatro modernista que es hoy día sin la ayuda y el aliento de Van der Havoc. Reproducimos fragmentos de algunas de las cartas donde se muestran los consejos y correcciones de Ludwig a su amigo acerca del manuscrito de la citada obra:

- “El personaje del callista ambidextro me parece demasiado desdibujado, a mi entender deberías dotarle de una personalidad definida, parece construido con retazos inconexos”.

- “No acaba de resultarme creíble la escena del tercer acto. Difícilmente un príncipe ruso pediría a sus invitados, al final de una cena en palacio, que “hagan el favor de tirar la basura al salir”. En mi opinión deberías revisar esa parte”.

- “He descubierto un pequeño error histórico: Gandhi no nació en La Coruña como afirma el doctor Pieterhousen en la escena de cama con la condesa.”

Poco tiempo antes del retorno de Wittelberg de su periplo belga, se interrumpió la correspondencia entre los dos amigos. ¿El motivo? Ludwig Van der Havoc conoció a las siamesas Olsön y se enamoró perdidamente de Olga, la mayor de las dos. Ludwig perdió la noción de la realidad y no volvió a contestar las cartas de Wittelberg. Enfocaba todas sus energías en intentar que las siamesas hicieran las paces (llevaban 14 años sin hablarse por culpa de una discusión por unas lindes, a pesar de que ninguna de las dos tenía tierras).

La idea de nos ser aceptado por la familia de Olga lo atormentaba y, tras semanas de noviazgo, ésta no le había presentado aún a su hermana, lo que resultaba muy violento a Van der Havoc.

(Continuará)